Queridos
hermanos y hermanas:
«Bendito
eres, Señor Dios…, bendito tu nombre santo y glorioso» (Dn 3,52). Este himno de
bendición del libro de Daniel resuena hoy en nuestra liturgia invitándonos
reiteradamente a bendecir y alabar a Dios. Somos parte de la multitud de ese
coro que celebra al Señor sin cesar. Nos unimos a este concierto de acción de
gracias, y ofrecemos nuestra voz alegre y confiada, que busca cimentar en el
amor y la verdad el camino de la fe.
«Bendito
sea Dios» que nos reúne en esta emblemática plaza, para que ahondemos más
profundamente en su vida. Siento una gran alegría de encontrarme hoy entre
ustedes y presidir esta Santa Misa en el corazón de este Año jubilar dedicado a
la Virgen de la Caridad del Cobre.
Saludo
cordialmente al Cardenal Jaime Ortega y Alamino, Arzobispo de La Habana, y le
agradezco las corteses palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Extiendo
mi saludo a los Señores Cardenales, a mis hermanos Obispos de Cuba y de otros países,
que han querido participar en esta solemne celebración. Saludo también a los
sacerdotes, seminaristas, religiosos y a todos los fieles aquí congregados, así
como a las Autoridades que nos acompañan.
En la
primera lectura proclamada, los tres jóvenes, perseguidos por el soberano
babilonio, prefieren afrontar la muerte abrasados por el fuego antes que
traicionar su conciencia y su fe. Ellos encontraron la fuerza de «alabar,
glorificar y bendecir a Dios» en la convicción de que el Señor del cosmos y la
historia no los abandonaría a la muerte y a la nada. En efecto, Dios nunca
abandona a sus hijos, nunca los olvida. Él está por encima de nosotros y es
capaz de salvarnos con su poder. Al mismo tiempo, es cercano a su pueblo y, por
su Hijo Jesucristo, ha deseado poner su morada entre nosotros.
«Si os
mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la
verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31). En este texto del Evangelio que
se ha proclamado, Jesús se revela como el Hijo de Dios Padre, el Salvador, el
único que puede mostrar la verdad y dar la genuina libertad. Su enseñanza
provoca resistencia e inquietud entre sus interlocutores, y Él los acusa de
buscar su muerte, aludiendo al supremo sacrificio en la cruz, ya cercano. Aun
así, los conmina a creer, a mantener la Palabra, para conocer la verdad que
redime y dignifica.
En
efecto, la verdad es un anhelo del ser humano, y buscarla siempre supone un
ejercicio de auténtica libertad. Muchos, sin embargo, prefieren los atajos e
intentan eludir esta tarea. Algunos, como Poncio Pilato, ironizan con la
posibilidad de poder conocer la verdad (cf. Jn 18, 38), proclamando la
incapacidad del hombre para alcanzarla o negando que exista una verdad para
todos. Esta actitud, como en el caso del escepticismo y el relativismo, produce
un cambio en el corazón, haciéndolos fríos, vacilantes, distantes de los demás
y encerrados en sí mismos. Personas que se lavan las manos como el gobernador
romano y dejan correr el agua de la historia sin comprometerse.
Por otra
parte, hay otros que interpretan mal esta búsqueda de la verdad, llevándolos a
la irracionalidad y al fanatismo, encerrándose en «su verdad» e intentando
imponerla a los demás. Son como aquellos legalistas obcecados que, al ver a
Jesús golpeado y sangrante, gritan enfurecidos: «¡Crucifícalo!» (cf. Jn 19, 6).
Sin embargo, quien actúa irracionalmente no puede llegar a ser discípulo de
Jesús. Fe y razón son necesarias y complementarias en la búsqueda de la verdad.
Dios creó al hombre con una innata vocación a la verdad y para esto lo dotó de
razón. No es ciertamente la irracionalidad, sino el afán de verdad, lo que
promueve la fe cristiana. Todo ser humano ha de indagar la verdad y optar por
ella cuando la encuentra, aun a riesgo de afrontar sacrificios.
Además,
la verdad sobre el hombre es un presupuesto ineludible para alcanzar la
libertad, pues en ella descubrimos los fundamentos de una ética con la que
todos pueden confrontarse, y que contiene formulaciones claras y precisas sobre
la vida y la muerte, los deberes y los derechos, el matrimonio, la familia y la
sociedad, en definitiva, sobre la dignidad inviolable del ser humano. Este
patrimonio ético es lo que puede acercar a todas las culturas, pueblos y
religiones, las autoridades y los ciudadanos, y a los ciudadanos entre sí, a
los creyentes en Cristo con quienes no creen en él.
El
cristianismo, al resaltar los valores que sustentan la ética, no impone, sino
que propone la invitación de Cristo a conocer la verdad que hace libres. El
creyente está llamado a ofrecerla a sus contemporáneos, como lo hizo el Señor,
incluso ante el sombrío presagio del rechazo y de la cruz. El encuentro
personal con quien es la verdad en persona nos impulsa a compartir este tesoro
con los demás, especialmente con el testimonio.
Queridos
amigos, no vacilen en seguir a Jesucristo. En él hallamos la verdad sobre Dios
y sobre el hombre. Él nos ayuda a derrotar nuestros egoísmos, a salir de
nuestras ambiciones y a vencer lo que nos oprime. El que obra el mal, el que
comete pecado, es esclavo del pecado y nunca alcanzará la libertad (cf. Jn
8,34). Sólo renunciando al odio y a nuestro corazón duro y ciego seremos
libres, y una vida nueva brotará en nosotros.
Convencido
de que Cristo es la verdadera medida del hombre, y sabiendo que en él se
encuentra la fuerza necesaria para afrontar toda prueba, deseo anunciarles
abiertamente al Señor Jesús como Camino, Verdad y Vida. En él todos hallarán la
plena libertad, la luz para entender con hondura la realidad y transformarla
con el poder renovador del amor.
La
Iglesia vive para hacer partícipes a los demás de lo único que ella tiene, y
que no es sino Cristo, esperanza de la gloria (cf. Col 1,27). Para poder
ejercer esta tarea, ha de contar con la esencial libertad religiosa, que consiste
en poder proclamar y celebrar la fe también públicamente, llevando el mensaje
de amor, reconciliación y paz que Jesús trajo al mundo. Es de reconocer con
alegría que en Cuba se han ido dando pasos para que la Iglesia lleve a cabo su
misión insoslayable de expresar pública y abiertamente su fe. Sin embargo, es
preciso seguir adelante, y deseo animar a las instancias gubernamentales de la
Nación a reforzar lo ya alcanzado y a avanzar por este camino de genuino
servicio al bien común de toda la sociedad cubana.
El
derecho a la libertad religiosa, tanto en su dimensión individual como
comunitaria, manifiesta la unidad de la persona humana, que es ciudadano y
creyente a la vez. Legitima también que los creyentes ofrezcan una contribución
a la edificación de la sociedad. Su refuerzo consolida la convivencia, alimenta
la esperanza en un mundo mejor, crea condiciones propicias para la paz y el
desarrollo armónico, al mismo tiempo que establece bases firmes para afianzar
los derechos de las generaciones futuras.
Cuando la
Iglesia pone de relieve este derecho, no está reclamando privilegio alguno.
Pretende sólo ser fiel al mandato de su divino fundador, consciente de que
donde Cristo se hace presente, el hombre crece en humanidad y encuentra su
consistencia. Por eso, ella busca dar este testimonio en su predicación y
enseñanza, tanto en la catequesis como en ámbitos escolares y universitarios.
Es de esperar que pronto llegue aquí también el momento de que la Iglesia pueda
llevar a los campos del saber los beneficios de la misión que su Señor le
encomendó y que nunca puede descuidar.
Ejemplo
preclaro de esta labor fue el insigne sacerdote Félix Varela, educador y
maestro, hijo ilustre de esta ciudad de La Habana, que ha pasado a la historia
de Cuba como el primero que enseñó a pensar a su pueblo. El Padre Varela nos
presenta el camino para una verdadera transformación social: formar hombres
virtuosos para forjar una nación digna y libre, ya que esta trasformación
dependerá de la vida espiritual del hombre, pues «no hay patria sin virtud»
(Cartas a Elpidio, carta sesta, Madrid 1836, 220). Cuba y el mundo necesitan
cambios, pero éstos se darán sólo si cada uno está en condiciones de
preguntarse por la verdad y se decide a tomar el camino del amor, sembrando
reconciliación y fraternidad.
Invocando
la materna protección de María Santísima, pidamos que cada vez que participemos
en la Eucaristía nos hagamos también testigos de la caridad, que responde al
mal con el bien (cf. Rm 12,21), ofreciéndonos como hostia viva a quien amorosamente
se entregó por nosotros. Caminemos a la luz de Cristo, que es el que puede
destruir la tiniebla del error. Supliquémosle que, con el valor y la
reciedumbre de los santos, lleguemos a dar una respuesta libre, generosa y
coherente a Dios, sin miedos ni rencores.
Amén.
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