Compartimos con ustedes la carta del ahora Beato Juan Pablo II escrita el 4 de abril de 1999, realmente recomendamos su lectura.
CARTA DEL SANTO PADRE JUAN
PABLO II
A LOS ARTISTAS
A LOS ARTISTAS
A los que con apasionada entrega
buscan nuevas « epifanías » de la belleza
para ofrecerlas al mundo
a través de la creación artística.
buscan nuevas « epifanías » de la belleza
para ofrecerlas al mundo
a través de la creación artística.
« Dios vio cuanto había hecho, y
todo estaba muy bien » (Gn 1, 31)
El
artista, imagen de Dios Creador
1. Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales
constructores de belleza, puede intuir algo del pathos con el que Dios,
en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos. Un eco de aquel
sentimiento se ha reflejado infinitas veces en la mirada con que vosotros, al
igual que los artistas de todos los tiempos, atraídos por el asombro del
ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las
formas, habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en ella
como la resonancia de aquel misterio de la creación a la que Dios, único
creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros.
Por esto me ha parecido que no hay palabras más
apropiadas que las del Génesis para comenzar esta Carta dirigida a
vosotros, a quienes me siento unido por experiencias que se remontan muy atrás
en el tiempo y han marcado de modo indeleble mi vida. Con este texto quiero
situarme en el camino del fecundo diálogo de la Iglesia con los artistas que en
dos mil años de historia no se ha interrumpido nunca, y que se presenta también
rico de perspectivas de futuro en el umbral del tercer milenio.
En realidad, se trata de un diálogo no solamente
motivado por circunstancias históricas o por razones funcionales, sino basado
en la esencia misma tanto de la experiencia religiosa como de la creación
artística. La página inicial de la Biblia nos presenta a Dios casi como el
modelo ejemplar de cada persona que produce una obra: en el hombre artífice se
refleja su imagen de Creador. Esta relación se pone en evidencia en la
lengua polaca, gracias al parecido en el léxico entre las palabras stwórca
(creador) y twórca (artífice).
¿Cuál es la diferencia entre « creador » y «
artífice »? El que crea da el ser mismo, saca alguna cosa de la nada —ex
nihilo sui et subiecti, se dice en latín— y esto, en sentido estricto, es
el modo de proceder exclusivo del Omnipotente. El artífice, por el
contrario, utiliza algo ya existente, dándole forma y significado. Este modo de
actuar es propio del hombre en cuanto imagen de Dios. En efecto, después de
haber dicho que Dios creó el hombre y la mujer « a imagen suya » (cf. Gn
1, 27), la Biblia añade que les confió la tarea de dominar la tierra (cf. Gn
1, 28). Fue en el último día de la creación (cf. Gn 1, 28-31). En los
días precedentes, como marcando el ritmo de la evolución cósmica, el Señor
había creado el universo. Al final creó al hombre, el fruto más noble de su
proyecto, al cual sometió el mundo visible como un inmenso campo donde expresar
su capacidad creadora.
Así pues, Dios ha llamado al hombre a la
existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la «creación
artística» el hombre se revela más que nunca «imagen de Dios» y lleva a cabo
esta tarea ante todo plasmando la estupenda « materia » de la propia humanidad
y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea. El
Artista divino, con admirable condescendencia, trasmite al artista humano un
destello de su sabiduría trascendente, llamándolo a compartir su potencia
creadora. Obviamente, es una participación que deja intacta la distancia
infinita entre el Creador y la criatura, como señalaba el Cardenal Nicolás de
Cusa: «El arte creador, que el alma tiene la suerte de alojar, no se identifica
con aquel arte por esencia que es Dios, sino que es solamente una comunicación
y una participación del mismo»[1].
Por esto el artista, cuanto más consciente es de su
«don», tanto más se siente movido a mirar hacia sí mismo y hacia toda la
creación con ojos capaces de contemplar y de agradecer, elevando a Dios su
himno de alabanza. Sólo así puede comprenderse a fondo a sí mismo, su propia
vocación y misión.
La especial vocación del artista
2. No todos están llamados a ser artistas en el
sentido específico de la palabra. Sin embargo, según la expresión del Génesis,
a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en
cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra.
Es importante entender la distinción, pero también
la conexión, entre estas dos facetas de la actividad humana. La distinción es
evidente. En efecto, una cosa es la disposición por la cual el ser humano es
autor de sus propios actos y responsable de su valor moral, y otra la
disposición por la cual es artista y sabe actuar según las exigencias del
arte, acogiendo con fidelidad sus dictámenes específicos[2].
Por eso el artista es capaz de producir objetos, pero esto, de por sí,
nada dice aún de sus disposiciones morales. En efecto, en este caso, no se trata
de realizarse uno mismo, de formar la propia personalidad, sino solamente de
poner en acto las capacidades operativas, dando forma estética a las ideas
concebidas en la mente.
Pero si la distinción es fundamental, no lo es
menos la conexión entre estas dos disposiciones, la moral y la artística. Éstas
se condicionan profundamente de modo recíproco. En efecto, al modelar una obra
el artista se expresa a sí mismo hasta el punto de que su producción es un
reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es y de cómo es.
Esto se confirma en la historia de la humanidad, pues el artista, cuando
realiza una obra maestra, no sólo da vida a su obra, sino que por medio
de ella, en cierto modo, descubre también su propia personalidad. En el
arte encuentra una dimensión nueva y un canal extraordinario de expresión para
su crecimiento espiritual. Por medio de las obras realizadas, el artista habla
y se comunica con los otros. La historia del arte, por ello, no es sólo
historia de las obras, sino también de los hombres. Las obras de arte hablan de
sus autores, introducen en el conocimiento de su intimidad y revelan la
original contribución que ofrecen a la historia de la cultura.
La vocación artística al servicio de la belleza
3. Escribe un conocido poeta polaco, Cyprian Norwid:
«La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir»[3].
El tema de la belleza es propio de una
reflexión sobre el arte. Ya se ha visto cuando he recordado la mirada
complacida de Dios ante la creación. Al notar que lo que había creado era
bueno, Dios vio también que era bello[4].
La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones.
La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así
como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían
comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron
una palabra que comprende a ambos: «kalokagathia», es decir «belleza-bondad».
A este respecto escribe Platón: «La potencia del Bien se ha refugiado en la
naturaleza de lo Bello»[5].
El modo en que el hombre establece la propia
relación con el ser, con la verdad y con el bien, es viviendo y trabajando. El
artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real puede
decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don
del « talento artístico ». Y, ciertamente, también éste es un talento que hay
que desarrollar según la lógica de la parábola evangélica de los talentos (cf. Mt
25, 14-30).
Entramos aquí en un punto esencial. Quien percibe
en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística —de poeta,
escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico, actor, etc.— advierte al mismo
tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo
para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la humanidad.
El artista y el bien común
4. La sociedad, en efecto, tiene necesidad de
artistas, del mismo modo que tiene necesidad de científicos, técnicos,
trabajadores, profesionales, así como de testigos de la fe, maestros, padres y
madres, que garanticen el crecimiento de la persona y el desarrollo de la
comunidad por medio de ese arte eminente que es el «arte de educar». En el
amplio panorama cultural de cada nación, los artistas tienen su propio lugar.
Precisamente porque obedecen a su inspiración en la realización de obras
verdaderamente válidas y bellas, non sólo enriquecen el patrimonio cultural de
cada nación y de toda la humanidad, sino que prestan un servicio social
cualificado en beneficio del bien común.
La diferente vocación de cada artista, a la vez que
determina el ámbito de su servicio, indica las tareas que debe asumir,
el duro trabajo al que debe someterse y la responsabilidad que
debe afrontar. Un artista consciente de todo ello sabe también que ha de
trabajar sin dejarse llevar por la búsqueda de la gloria banal o la avidez de
una fácil popularidad, y menos aún por la ambición de posibles ganancias
personales. Existe, pues, una ética, o más bien una « espiritualidad » del
servicio artístico que de un modo propio contribuye a la vida y al renacimiento
de un pueblo. Precisamente a esto parece querer aludir Cyprian Norwid cuando
afirma: «La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para
resurgir».
El arte ante el misterio del Verbo encarnado
5. La ley del Antiguo Testamento presenta una
prohibición explícita de representar a Dios invisible e inexpresable con
la ayuda de una «imagen esculpida o de metal fundido» (Dt 27, 25),
porque Dios transciende toda representación material: «Yo soy el que soy» (Ex
3, 14). Sin embargo, en el misterio de la Encarnación el Hijo de Dios en persona
se ha hecho visible: «Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su
Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). Dios se hizo hombre en Jesucristo,
el cual ha pasado a ser así «el punto de referencia para comprender el enigma
de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo»[6].
Esta manifestación fundamental del «Dios-Misterio»
aparece como animación y desafío para los cristianos, incluso en el plano de la
creación artística. De ello se deriva un desarrollo de la belleza que ha
encontrado su savia precisamente en el misterio de la Encarnación. En efecto,
el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la
humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella
ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el
mensaje evangélico está repleto.
La Sagrada Escritura se ha convertido así en una
especie de «inmenso vocabulario» (P. Claudel) y de «Atlas iconográfico» (M.
Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos. El mismo
Antiguo Testamento, interpretado a la luz del Nuevo, ha dado lugar a
inagotables filones de inspiración. A partir de las narraciones de la creación,
del pecado, del diluvio, del ciclo de los Patriarcas, de los acontecimientos
del éxodo, hasta tantos otros episodios y personajes de la historia de la
salvación, el texto bíblico ha inspirado la imaginación de pintores, poetas, músicos,
autores de teatro y de cine. Una figura como la de Job, por citar sólo un
ejemplo, con su desgarradora y siempre actual problemática del dolor, continúa
suscitando el interés filosófico, literario y artístico. Y ¿qué decir del Nuevo
Testamento? Desde la Navidad al Gólgota, desde la Transfiguración a la
Resurrección, desde los milagros a las enseñanzas de Cristo, llegando hasta los
acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles o los descritos por el
Apocalipsis en clave escatológica, la palabra bíblica se ha hecho innumerables
veces imagen, música o poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio
del «Verbo hecho carne».
Todo ello constituye un vasto capítulo de fe y
belleza en la historia de la cultura, del que se han beneficiado especialmente
los creyentes en su experiencia de oración y de vida. Para muchos de ellos, en
épocas de escasa alfabetización, las expresiones figurativas de la Biblia
representaron incluso una concreta mediación catequética[7].
Pero para todos, creyentes o no, las obras inspiradas en la Escritura son un
reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el mundo.
Alianza fecunda entre Evangelio y arte
6. La auténtica intuición artística va más allá de
lo que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta interpretar su
misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma humana,
allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la
percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas. Todos
los artistas tienen en común la experiencia de la distancia insondable que
existe entre la obra de sus manos, por lograda que sea, y la perfección
fulgurante de la belleza percibida en el fervor del momento creativo: lo que
logran expresar en lo que pintan, esculpen o crean es sólo un tenue reflejo del
esplendor que durante unos instantes ha brillado ante los ojos de su espíritu.
El creyente no se maravilla de esto: sabe que por
un momento se ha asomado al abismo de luz que tiene su fuente originaria en
Dios. ¿Acaso debe sorprenderse de que el espíritu quede como abrumado hasta el
punto de no poder expresarse sino con balbuceos? El verdadero artista está
dispuesto a reconocer su limitación y hacer suyas las palabras del apóstol
Pablo, según el cual «Dios no habita en santuarios fabricados por manos
humanas», de modo que «no debemos pensar que la divinidad sea algo semejante al
oro, la plata o la piedra, modelados por el arte y el ingenio humano» (Hch
17, 24.29). Si ya la realidad íntima de las cosas está siempre «más allá» de
las capacidades de penetración humana, ¡cuánto más Dios en la profundidad de su
insondable misterio!
El conocimiento de la fe es de otra naturaleza.
Supone un encuentro personal con Dios en Jesucristo. Este conocimiento, sin
embargo, puede también enriquecerse a través de la intuición artística. Un
modelo elocuente de contemplación estética que se sublima en la fe son, por
ejemplo, las obras del Beato Angélico. A este respecto, es muy significativa la
lauda extática que San Francisco de Asís repite dos veces en la chartula
compuesta después de haber recibido en el monte Verna los estigmas de Cristo:
«¡Tú eres belleza... Tú eres belleza!»[8].
San Buenaventura comenta: «Contemplaba en las cosas bellas al Bellísimo y,
siguiendo las huellas impresas en las criaturas, seguía a todas partes al
Amado»[9].
Una sensibilidad semejante se encuentra en la
espiritualidad oriental, donde Cristo es calificado como «el Bellísimo, de
belleza superior a todos los mortales»[10].
Macario el Grande comenta del siguiente modo la belleza transfigurante y
liberadora del Resucitado: «El alma que ha sido plenamente iluminada por la
belleza indecible de la gloria luminosa del rostro de Cristo, está llena del
Espíritu Santo... es toda ojo, toda luz, toda rostro»[11].
Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía
de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por ello,
constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la vicisitud
humana encuentra su interpretación completa. Este es el motivo por el que la
plenitud evangélica de la verdad suscitó desde el principio el interés de los
artistas, particularmente sensibles a todas las manifestaciones de la íntima
belleza de la realidad.
Los principios
7. El arte que el cristianismo encontró en sus
comienzos era el fruto maduro del mundo clásico, manifestaba sus cánones
estéticos y, al mismo tiempo, transmitía sus valores. La fe imponía a los
cristianos, tanto en el campo de la vida y del pensamiento como en el del arte,
un discernimiento que no permitía una recepción automática de este patrimonio.
Así, el arte de inspiración cristiana comenzó de forma silenciosa,
estrechamente vinculado a la necesidad de los creyentes de buscar signos con
los que expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe y de
disponer al mismo tiempo de un « código simbólico », gracias al cual poder
reconocerse e identificarse, especialmente en los tiempos difíciles de
persecución. ¿Quién no recuerda aquellos símbolos que fueron también los
primeros inicios de un arte pictórico o plástico? El pez, los panes o el pastor
evocaban el misterio, llegando a ser, casi insensiblemente, los esbozos de un
nuevo arte.
Cuando, con el edicto de Constantino, se permitió a
los cristianos expresarse con plena libertad, el arte se convirtió en un cauce
privilegiado de manifestación de la fe. Comenzaron a aparecer majestuosas
basílicas, en las que se asumían los cánones arquitectónicos del antiguo
paganismo, plegándolos a su vez a las exigencias del nuevo culto. ¿Cómo no
recordar, al menos, las antiguas Basílicas de San Pedro y de San Juan de
Letrán, construidas por cuenta del mismo Constantino, o ese esplendor del arte
bizantino, la Haghia Sophia de Constantinopla, querida por Justiniano?
Mientras la arquitectura diseñaba el espacio
sagrado, la necesidad de contemplar el misterio y de proponerlo de forma
inmediata a los sencillos suscitó progresivamente las primeras manifestaciones
de la pintura y la escultura. Surgían al mismo tiempo los rudimentos de un arte
de la palabra y del sonido. Y, mientras Agustín incluía entre los numerosos
temas de su producción un De musica, Hilario, Ambrosio, Prudencio, Efrén
el Sirio, Gregorio Nacianceno y Paulino de Nola, por citar sólo algunos
nombres, se hacían promotores de una poesía cristiana, que con frecuencia
alcanzaba un alto valor no sólo teológico, sino también literario. Su programa
poético valoraba las formas heredadas de los clásicos, pero se inspiraba en la
savia pura del Evangelio, como sentenciaba con acierto el santo poeta de Nola:
«Nuestro único arte es la fe y Cristo nuestro canto»[12].
Por su parte, Gregorio Magno, con la compilación del Antiphonarium,
ponía poco después las bases para el desarrollo orgánico de una música sagrada
tan original que de él ha tomado su nombre. Con sus inspiradas modulaciones el
Canto gregoriano se convertirá con los siglos en la expresión melódica
característica de la fe de la Iglesia en la celebración litúrgica de los
sagrados misterios. Lo « bello » se conjugaba así con lo «verdadero», para que
también a través de las vías del arte los ánimos fueran llevados de lo sensible
a lo eterno.
En este itinerario no faltaron momentos difíciles.
Precisamente la antigüedad conoció una áspera controversia sobre la
representación del misterio cristiano, que ha pasado a la historia con el
nombre de « lucha iconoclasta ». Las imágenes sagradas, muy difundidas en la
devoción del pueblo de Dios, fueron objeto de una violenta contestación. El
Concilio celebrado en Nicea el año 787, que estableció la licitud de las
imágenes y de su culto, fue un acontecimiento histórico no sólo para la fe,
sino también para la cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los
Obispos para dirimir la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo
de Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente
con su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma análoga se puede
pensar que una representación del misterio puede ser usada, en la lógica del
signo, como evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí
mismo, sino que lleva al sujeto representado[13].
La Edad Media
8. Los siglos posteriores fueron testigos de un
gran desarrollo del arte cristiano. En Oriente continuó floreciendo el arte
de los iconos, vinculado a significativos cánones teológicos y estéticos y
apoyado en la convicción de que, en cierto sentido, el icono es un
sacramento. En efecto, de forma análoga a lo que sucede en los sacramentos,
hace presente el misterio de la Encarnación en uno u otro de sus aspectos.
Precisamente por esto la belleza del icono puede ser admirada sobre todo dentro
de un templo con lámparas que arden, produciendo infinitos reflejos de luz en
la penumbra. Escribe al respecto Pavel Florenskij: «El oro, bárbaro, pesado y
fútil a la luz difusa del día, se reaviva a la luz temblorosa de una lámpara o
de una vela, pues resplandece en miríadas de centellas, haciendo presentir
otras luces no terrestres que llenan el espacio celeste»[14].
En Occidente los puntos de vista de los que parten
los artistas son muy diversos, dependiendo en parte de las convicciones de
fondo propias del ambiente cultural de su tiempo. El patrimonio artístico que
se ha ido formando a lo largo de los siglos cuenta con innumerables obras
sagradas de gran inspiración, que provocan una profunda admiración aún en el
observador de hoy. Se aprecia, en primer lugar, en las grandes construcciones
para el culto, donde la funcionalidad se conjuga siempre con la fantasía, la
cual se deja inspirar por el sentido de la belleza y por la intuición del
misterio. De aquí nacen los estilos tan conocidos en la historia del arte. La
fuerza y la sencillez del románico, expresada en las catedrales o en los
monasterios, se va desarrollando gradualmente en la esbeltez y el esplendor del
gótico. En estas formas, no se aprecia únicamente el genio de un artista, sino
el alma de un pueblo. En el juego de luces y sombras, en las formas a veces
robustas y a veces estilizadas, intervienen consideraciones de técnica
estructural, pero también las tensiones características de la experiencia de
Dios, misterio « tremendo » y « fascinante ». ¿Cómo sintetizar en pocas
palabras, y para las diversas expresiones del arte, el poder creativo de los
largos siglos del medioevo cristiano? Una entera cultura, aunque siempre con
las limitaciones propias de todo lo humano, se impregnó del Evangelio y, cuando
el pensamiento teológico producía la Summa de Santo Tomás, el arte de
las iglesias doblegaba la materia a la adoración del misterio, a la vez que un
gran poeta como Dante Alighieri podía componer « el poema sacro, en el que han
dejado su huella el cielo y la tierra »[15],
como él mismo llamaba la Divina Comedia.
Humanismo y Renacimiento
9. El fértil ambiente cultural en el que surge el
extraordinario florecimiento artístico del Humanismo y del Renacimiento, tiene
repercusiones significativas también en el modo en que los artistas de este
período abordan el tema religioso. Naturalmente, al menos en aquéllos más
importantes, las inspiraciones son tan variadas como sus estilos. No es mi
intención, sin embargo, recordar cosas que vosotros, artistas, sabéis de sobra.
Al escribiros desde este Palacio Apostólico, que es también como un tesoro de
obras maestras acaso único en el mundo, quisiera más bien hacerme voz de los
grandes artistas que prodigaron aquí las riquezas de su ingenio, impregnado con
frecuencia de gran hondura espiritual. Desde aquí habla Miguel Ángel, que en la
Capilla Sixtina, desde la Creación al Juicio Universal, ha recogido en cierto
modo el drama y el misterio del mundo, dando rostro a Dios Padre, a Cristo juez
y al hombre en su fatigoso camino desde los orígenes hasta el final de la
historia. Desde aquí habla el genio delicado y profundo de Rafael, mostrando en
la variedad de sus pinturas, y especialmente en la « Disputa » del Apartamento
de la Signatura, el misterio de la revelación del Dios Trinitario, que en la
Eucaristía se hace compañía del hombre y proyecta luz sobre las preguntas y las
expectativas de la inteligencia humana. Desde aquí, desde la majestuosa
Basílica dedicada al Príncipe de los Apóstoles, desde la columnata que arranca
de sus puertas como dos brazos abiertos para acoger a la humanidad, siguen
hablando aún Bramante, Bernini, Borromini o Maderno, por citar sólo los más
grandes, ofreciendo plásticamente el sentido del misterio que hace de la
Iglesia una comunidad universal, hospitalaria, madre y compañera de viaje de
cada hombre en la búsqueda de Dios.
El arte sagrado ha encontrado en este
extraordinario complejo una expresión de excepcional fuerza, alcanzando niveles
de imperecedero valor estético y religioso a la vez. Sea bajo el impulso del
Humanismo y del Renacimiento, sea por influjo de las sucesivas tendencias de la
cultura y de la ciencia, su característica más destacada es el creciente
interés por el hombre, el mundo y la realidad de la historia. Este interés, por
sí mismo, en modo alguno supone un peligro para la fe cristiana, centrada en el
misterio de la Encarnación y, por consiguiente, en la valoración del hombre por
parte de Dios. Lo demuestran precisamente los grandes artistas apenas
mencionados. Baste pensar en el modo en que Miguel Ángel expresa, en sus
pinturas y esculturas, la belleza del cuerpo humano[16].
Por lo demás, en el nuevo ambiente de los últimos
siglos, donde parece que parte de la sociedad se ha hecho indiferente a la fe,
tampoco el arte religioso ha interrumpido su camino. La constatación se amplía
si, de las artes figurativas, pasamos a considerar el gran desarrollo que
también en este período de tiempo ha tenido la música sagrada, compuesta para
las celebraciones litúrgicas o vinculada al menos a temas religiosos. Además de
tantos artistas que se han dedicado preferentemente a ella —¿cómo no recordar a
Pier Luigi da Palestrina, a Orlando di Lasso y Tomás Luis de Victoria—, es bien
sabido que muchos grandes compositores —desde Händel a Bach, desde Mozart a
Schubert, desde Beethoven a Berlioz, desde Liszt a Verdi— nos han dejado
asimismo obras de gran inspiración en este campo.
Hacia un diálogo renovado
10. Es cierto, sin embargo, que en la edad moderna,
junto a este humanismo cristiano que ha seguido produciendo significativas
obras de cultura y arte, se ha ido también afirmando progresivamente una forma
de humanismo caracterizado por la ausencia de Dios y con frecuencia por la
oposición a Él. Este clima ha llevado a veces a una cierta separación entre el
mundo del arte y el de la fe, al menos en el sentido de un menor interés en
muchos artistas por los temas religiosos.
Vosotros sabéis que, a pesar de ello, la Iglesia ha
seguido alimentando un gran aprecio por el valor del arte como tal. En efecto,
el arte, incluso más allá de sus expresiones más típicamente religiosas, cuando
es auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe, de modo que,
hasta en las condiciones de mayor desapego de la cultura respecto a la Iglesia,
precisamente el arte continúa siendo una especie de puente tendido hacia la
experiencia religiosa. En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una
imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie
de llamada al Misterio. Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras
del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace de
algún modo voz de la expectativa universal de redención.
Se comprende así el especial interés de la Iglesia
por el diálogo con el arte y su deseo de que en nuestro tiempo se realice una
nueva alianza con los artistas, como auspiciaba mi venerado predecesor Pablo VI
en su vibrante discurso dirigido a los artistas durante el singular encuentro
en la Capilla Sixtina el 7 de mayo de 1964[17].
La Iglesia espera que de esta colaboración surja una renovada « epifanía » de
belleza para nuestro tiempo, así como respuestas adecuadas a las exigencias
propias de la comunidad cristiana.
En el espíritu del Concilio Vaticano II
11. El Concilio Vaticano II ha puesto las bases de
una renovada relación entre la Iglesia y la cultura, que tiene inmediatas
repercusiones también en el mundo del arte. Es una relación que se presenta
bajo el signo de la amistad, de la apertura y del diálogo. En la Constitución
pastoral Gaudium et spes, los Padres conciliares
subrayaron la «gran importancia» de la literatura y las artes en la vida del
hombre: « También la literatura y el arte tienen gran importancia para la vida
de la Iglesia, ya que pretenden estudiar la índole propia del hombre, sus
problemas y su experiencia en el esfuerzo por conocerse mejor y perfeccionarse
a sí mismo y al mundo; se afanan por descubrir su situación en la historia y en
el universo, por iluminar las miserias y los gozos, las necesidades y las capacidades
de los hombres, y por diseñar un mejor destino para el hombre »[18].
Sobre esta base, al concluir el Concilio, los
Padres dirigieron un saludo y una llamada a los artistas: «Este mundo en que
vivimos —decían— tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza.
La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el
fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y
las hace comunicarse en la admiración»[19].
Precisamente en este espíritu de estima profunda por la belleza, la
Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada
Liturgia había recordado la histórica amistad de la Iglesia con el arte y,
hablando más específicamente del arte sacro, « cumbre » del arte religioso, no
dudó en considerar « noble ministerio » a la actividad de los artistas cuando
sus obras son capaces de reflejar de algún modo la infinita belleza de Dios y
de dirigir el pensamiento de los hombres hacia Él[20].
También por su aportación «se manifiesta mejor el conocimiento de Dios» y «la
predicación evangélica se hace más transparente a la inteligencia humana»[21].
A la luz de esto, no debe sorprender la afirmación del P. Marie Dominique
Chenu, según la cual el historiador de la teología haría un trabajo incompleto
si no reservara la debida atención a las realizaciones artísticas, tanto
literarias como plásticas, que a su manera no son «solamente ilustraciones
estéticas, sino verdaderos “lugares” teológicos»[22].
La Iglesia tiene necesidad del arte
12. Para transmitir el mensaje que Cristo le ha
confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte. En efecto, debe hacer
perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo
invisible, de Dios. Debe por tanto acuñar en fórmulas significativas lo que en
sí mismo es inefable. Ahora bien, el arte posee esa capacidad peculiar de
reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o
sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha. Todo esto, sin
privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio.
La Iglesia necesita, en particular, de aquellos que
sepan realizar todo esto en el ámbito literario y figurativo, sirviéndose de
las infinitas posibilidades de las imágenes y de sus connotaciones simbólicas.
Cristo mismo ha utilizado abundantemente las imágenes en su predicación, en
plena coherencia con la decisión de ser Él mismo, en la Encarnación, icono del
Dios invisible.
La Iglesia necesita también de los músicos.
¡Cuántas piezas sacras han compuesto a lo largo de los siglos personas
profundamente imbuidas del sentido del misterio! Innumerables creyentes han
alimentado su fe con las melodías surgidas del corazón de otros creyentes, que
han pasado a formar parte de la liturgia o que, al menos, son de gran ayuda
para el decoro de su celebración. En el canto, la fe se experimenta como
exuberancia de alegría, de amor, de confiada espera en la intervención
salvífica de Dios.
La Iglesia tiene necesidad de arquitectos, porque
requiere lugares para reunir al pueblo cristiano y celebrar los misterios de la
salvación. Tras las terribles destrucciones de la última guerra mundial y la
expansión de las metrópolis, muchos arquitectos de la nueva generación se han
fraguado teniendo en cuenta las exigencias del culto cristiano, confirmando así
la capacidad de inspiración que el tema religioso posee, incluso por lo que se
refiere a los criterios arquitectónicos de nuestro tiempo. En efecto, no pocas
veces se han construido templos que son, a la vez, lugares de oración y
auténticas obras de arte.
El arte, ¿tiene necesidad de la Iglesia?
13. La Iglesia, pues, tiene necesidad del arte.
Pero, ¿se puede decir también que el arte necesita a la Iglesia? La
pregunta puede parecer provocadora. En realidad, si se entiende de manera
apropiada, tiene una motivación legítima y profunda. El artista busca siempre
el sentido recóndito de las cosas y su ansia es conseguir expresar el mundo de
lo inefable. ¿Cómo ignorar, pues, la gran inspiración que le puede venir de esa
especie de patria del alma que es la religión? ¿No es acaso en el ámbito
religioso donde se plantean las más importantes preguntas personales y se
buscan las respuestas existenciales definitivas?
De hecho, los temas religiosos son de los más
tratados por los artistas de todas las épocas. La Iglesia ha recurrido a su
capacidad creativa para interpretar el mensaje evangélico y su aplicación
concreta en la vida de la comunidad cristiana. Esta colaboración ha dado lugar
a un mutuo enriquecimiento espiritual. En definitiva, ha salido beneficiada la
comprensión del hombre, de su imagen auténtica, de su verdad. Se ha puesto de
relieve también una peculiar relación entre el arte y la revelación cristiana.
Esto no quiere decir que el genio humano no haya sido incentivado también por
otros contextos religiosos. Baste recordar el arte antiguo, especialmente
griego y romano, o el todavía floreciente de las antiquísimas civilizaciones
del Oriente. Sin embargo, sigue siendo verdad que el cristianismo, en virtud
del dogma central de la Encarnación del Verbo de Dios, ofrece al artista un
horizonte particularmente rico de motivos de inspiración. ¡Cómo se empobrecería
el arte si se abandonara el filón inagotable del Evangelio!
Llamada a los artistas
14. Con esta Carta me dirijo a vosotros, artistas
del mundo entero, para confirmaros mi estima y para contribuir a reanudar una
más provechosa cooperación entre el arte y la Iglesia. La mía es una invitación
a redescubrir la profundidad de la dimensión espiritual y religiosa que ha
caracterizado el arte en todos los tiempos, en sus más nobles formas
expresivas. En este sentido os dirijo una llamada a vosotros, artistas de la
palabra escrita y oral, del teatro y de la música, de las artes plásticas y de
las más modernas tecnologías de la comunicación. Hago una llamada especial a
los artistas cristianos. Quiero recordar a cada uno de vosotros que la
alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte, más allá de
las exigencias funcionales, implica la invitación a adentrarse con intuición
creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el
misterio del hombre.
Todo ser humano es, en cierto sentido, un
desconocido para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios, sino que
«manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»[23].
En Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo. Todos los creyentes están
llamados a dar testimonio de ello; pero os toca a vosotros, hombres y mujeres
que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra
genialidad que en Cristo el mundo ha sido redimido: redimido el hombre,
redimido el cuerpo humano, redimida la creación entera, de la cual san Pablo ha
escrito que espera ansiosa «la revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,
19). Espera la revelación de los hijos de Dios también mediante el arte y en el
arte. Ésta es vuestra misión. En contacto con las obras de arte, la humanidad
de todos los tiempos —también la de hoy— espera ser iluminada sobre el propio
rumbo y el propio destino.
Espíritu creador e inspiración artística
15. En la Iglesia resuena con frecuencia la
invocación al Espíritu Santo: Veni, Creator Spiritus... – « Ven,
Espíritu creador, visita las almas de tus fieles y llena de la divina gracia
los corazones que Tú mismo creaste »[24].
El Espíritu Santo, «el soplo» (ruah), es
Aquél al que se refiere el libro del Génesis: «La tierra era caos y
confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por
encima de las aguas» (1, 2). Hay una gran afinidad entre las palabras «soplo-espiración»
e «inspiración». El Espíritu es el misterioso artista del universo. En
la perspectiva del tercer milenio, quisiera que todos los artistas reciban
abundantemente el don de las inspiraciones creativas, de las que surge toda
auténtica obra de arte.
Queridos artistas, sabéis muy bien que hay muchos
estímulos, interiores y exteriores, que pueden inspirar vuestro talento. No
obstante, en toda inspiración auténtica hay una cierta vibración de aquel «
soplo » con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra
de la creación. Presidiendo sobre las misteriosas leyes que gobiernan el
universo, el soplo divino del Espíritu creador se encuentra con el genio del
hombre, impulsando su capacidad creativa. Lo alcanza con una especie de
iluminación interior, que une al mismo tiempo la tendencia al bien y a lo
bello, despertando en él las energías de la mente y del corazón, y haciéndolo
así apto para concebir la idea y darle forma en la obra de arte. Se habla
justamente entonces, si bien de manera análoga, de «momentos de gracia», porque
el ser humano es capaz de tener una cierta experiencia del Absoluto que le
transciende.
La « Belleza » que salva
16. Ya en los umbrales del tercer milenio, deseo a
todos vosotros, queridos artistas, que os lleguen con particular intensidad
estas inspiraciones creativas. Que la belleza que transmitáis a las
generaciones del mañana provoque asombro en ellas. Ante la sacralidad de
la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la única actitud
apropiada es el asombro.
De esto, desde el asombro, podrá surgir aquel
entusiasmo del que habla Norwid en el poema al que me refería al comienzo. Los
hombres de hoy y de mañana tienen necesidad de este entusiasmo para afrontar y
superar los desafíos cruciales que se avistan en el horizonte. Gracias a él la
humanidad, después de cada momento de extravío, podrá ponerse en pie y reanudar
su camino. Precisamente en este sentido se ha dicho, con profunda intuición,
que «la belleza salvará al mundo»[25].
La belleza es clave del misterio y llamada a lo
trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso
la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana
nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido
interpretar de manera inigualable: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan
nueva, tarde te amé!»[26].
Os deseo, artistas del mundo, que vuestros múltiples
caminos conduzcan a todos hacia aquel océano infinito de belleza, en el que el
asombro se convierte en admiración, embriaguez, gozo indecible.
Que el misterio de Cristo resucitado, con cuya
contemplación exulta en estos días la Iglesia, os inspire y oriente.
Que os acompañe la Santísima Virgen, la «tota
pulchra» que innumerables artistas han plasmado y que el gran Dante contempla
en el fulgor del Paraíso como « belleza, que alegraba los ojos de todos los
otros santos »[27].
«Surge del caos el mundo del espíritu». Las
palabras que Adam Michiewicz escribía en un momento de gran prueba para la
patria polaca[28],
me sugieren un auspicio para vosotros: que vuestro arte contribuya a la
consolidación de una auténtica belleza que, casi como un destello del Espíritu
de Dios, transfigure la materia, abriendo las almas al sentido de lo eterno.
Con mis mejores deseos.
Vaticano, 4 de abril de 1999, Pascua de
Resurrección.
IOANNES PAULUS PP. II
[2] Las virtudes morales, y
entre ellas en particular la prudencia, permiten al sujeto obrar en
armonía con el criterio del bien y del mal moral, según la recta ratio
agibilium (el justo criterio de la conducta). El arte, al contrario, es
definido por la filosofía como recta ratio factibilium (el justo
criterio de las realizaciones).
[4] La versión griega de los Setenta
expresó adecuadamente este aspecto, traduciendo el término tōb (bueno)
del texto hebreo con kalón (bello).
[7] San Gregorio Magno formuló
magistralmente este principio pedagógico en una carta del 599 al Obispo de
Marsella, Sereno: «La pintura se usa en las iglesias para que los analfabetos,
al menos mirando a las paredes, puedan leer lo que no son capaces de descifrar
en los códices», Epistulae, IX, 209: CCL 140 A, 1714.
[13] Cf. Carta ap. Duodecimum saeculum, al cumplirse el XII
centenario del II Concilio de Nicea (4 diciembre 1987), 8-9: AAS 80 (1988),
247-249.
[16] Cf. Homilía durante la Santa Misa al término de los trabajos de
restauración de los frescos de Miguel Ángel (8 abril 1994): L'Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 15 abril 1994, 12.
[26] «Sero te amavi! Pulchritudo
tam antiqua et tam nova, sero te amavi!»: Confesiones, 10, 27, 38:
CCL 27, 251.
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